martes, 2 de junio de 2015

Las montañas del contrabando



Hace un par de años fuimos invitados por unos amigos a pasar el fin de semana a su paraíso particular en Bacoco (Badajoz), pueblo fronterizo con Portugal.  

Los paisajes extremeños ya son objeto de mi devoción, por su costumbrismo y tradicionalismo, su abundancia de especies y su austeridad en el campo, pero el valle de los ríos  Codosero, Gevorete y Gevora nos dejó sin palabras. 


Anduvimos por y a través de la historia de aquellos parajes de la mano de la familia Carrión-Caldera (eternamente agradecidos por la hospitalidad, atención, acogida, comidas, rutas, risas, buenos momentos, la sopa de tomate, el buen vino artesano, los orujos caseros, el pan de hogaza, las aceitunas machadas, las historias de la tierra, los esquejes de plantas…). 

En nuestra ruta turística por los valles, tuvimos la oportunidad de recorrer los senderos utilizados por los contrabandistas de la época. Nos cuenta Lolo que el contrabando no estaba mal visto, ya que con el cierre de las fronteras y el cese del comercio entre España y Portugal, los comerciantes de ambos lados sufrieron la escasez de clientela, por lo que el contrabando se constituyó como una forma de supervivencia para familias humildes. Los productos de contrabando eran el café, el corcho, las telas, la sal, el tabaco y munición.

En lo alto de uno de los valles, llegamos a la Ermita Nuestras Señora de la Lapa, un edificio enclavado en lo alto del monte y bajo una gran roca caliza que compone la montaña. Entre los lugareños se la conoce como la Virgen de los Contrabandistas, pues éstos utilizaban un túnel secreto situado bajo el altar para pasar de un lado al otro de la montaña sin ser detectados por la policía fronteriza.


Continuamos ascendiendo por la sierra hasta llegar a la Lamparona, un lugar elevado con vistas limpias a ambos lados de la frontera. Hay un  vértice geodésico  de granito y un edificio ruinoso. A lo largo de la historia, este edificio se ha utilizado con diferentes fines: como cuartel fronterizo, como faro, como refugio. Queda a la vista en sus muros, las huellas de cientos de historias que pasaron por aquel paraje.



Después  de la copiosa comida y su correspondiente siesta, con el sol de la tarde  nos ponemos de nuevo a andar por la carretera, esta vez en dirección a casa de Carmen y Ana María (madre e hija), una familia peculiar que vive en y del campo.



Un par de Km más tarde, nos desviamos por un camino de tierra que se adentraba en lo que parecía un pinar en un valle. A medida que nos adentrábamos, el camino nos dirigía paralelamente al cañón del río hasta que llegamos a unas cascadas, un punto alto con visión de 360º. Allí nuestros amigos decidieron hacer una parada de “repostaje” y admiración de las vistas, y anunciaron la proximidad de la casa de las mujeres (10 minutos más andando). 



 


Estaba nerviosa y ansiosa por conocer a esas mujeres que viven “al natural” desde hace más de 25 años. Antes de poder cruzar miradas o palabras con ellas, una jauría de perros defensores avisan de nuestra llegada. Ana María nos mira desconfiada y saluda, mientras se acerca hacia nosotros para tranquilizar a los perros y hablar. 



 Para mi asombro urbanita, hablan portugués, así que nos comunicamos como pudimos en “portuñol”. Al poco tiempo de estar allí, Ana María nos ofrece un vino de pitarra (muy típico de la zona) como buena anfitriona. 

Aprovechando su oferta y habiendo estado prevenidos por nuestros amigos, sacamos de la mochila unas morcillas patateras de Guadalupe compradas con anterioridad, y se las ofrecemos en señal de gratitud, a lo que ella reacciona con emoción y nos lleva hasta donde está su madre para presentárnosla. Carmen coge la bolsa de las patateras y se dirige a nosotros con una amplia sonrisa: “mondongos!! Muito obrigada!”.  Nos hace una seña para que nos sentemos en el muro donde está ella y comenzamos a charlar. 


Se interesan por nosotros y les contamos nuestras vivencias, aprovechando cada pregunta para saber también de ellas. Fueron una familia rural humilde portuguesa, nos cuenta Carmen mientras “raja aceitunas y las lanza a un cubo”, sus padres se dedicaban al campo, con sus guarros, cabras y huertos. De un lado a otro diariamente para subsistir, Carmen conoció a su marido, se quedó embarazada y decidió asentarse en la ladera española de la sierra fronteriza. Ana María nos enseña una foto en blanco y negro de madre e hija hace 20 años. Preguntamos por su padre, a lo que Carmen nos responde con ironía y entre risas que se marchó y no volvió hace mucho, pero que no lo han necesitado en ningún momento.



Preguntamos por las decenas de muros y medios tejados que pintan el paisaje de la parcela, a lo que Ana María se levanta y nos empieza a contar y enseñar: "Esta es nuestra habitación"



"Aquí pasamos el día cuando llueve, pero tenemos que arreglar el tejado porque se mete el agua. Tengo unas hojas del monte colgadas para el olor y para cocinar, así tampoco se mojan. Nuestra ropa está toda en una bolsa", dice Ana María un poco indignada y descontenta. La puerta tiene cerrojo porque les han intentado robar y se llevan el poco vino que tienen para vender o consumir.


Posteriormente nos lleva a la casa grande, un edificio compuesto por varias estancias,
visiblemente afectada por un incendio. Abre uno de los portones y nos previene de que 
tengamos cuidado por las caídas o tropiezos. 
 

Es una sala enorme y ciertamente las vigas de madera y las cañas del tejado visten 
carbonizadas, con un gran agujero en medio de la sala que aporta luz natural del exterior. 
Ana María coge una cazuela de encima de una cocina de brasa que hay en una de las 
esquinas de la habitación, y nos explica que aquí cocinan con las brasas de la leña y 
ahúman la carne y los embutidos


 
Salimos de nuevo a la calle, y preguntamos a Ana María por la alimentación que siguen
"tenemos las cabras, que además, vendemos los cabritos a 50€ para comprar cosas en el 
pueblo; las olivas, naranjas, verduras del huerto, y cuando nos visitan los vecinos, ¡siempre nos traen algo!".
 
Ana María nos dice que en esta casa, en la que llevan habitando más de 25 años, no tiene 
las modernidades de cualquiera de ahora, además de que está lejos de la carretera: 
" Tenemos que bajar a la carretera una vez a la semana, porque viene la ambulancia a 
traer las pastillas de mi madre". Nos cuentan que en el desvío del camino en la carretera, 
hay una casa que es suya y la están reformando, para que vivan cómodas. Ya duermen allí desde hace un par de años, pero no tienen ni agua, ni luz, ni calefacción.




Las pedimos posar para una foto de grupo, y Carmen rápidamente saca de su bolsillo 
derecho un pequeño peine de plástico, se hace la raya en un lado y comienza a peinarse, 
aludiendo a que no está vestida ni arreglada para la ocasión, entre risas.


 
Tras un rato de charla, nos despedimos para continuar nuestra ruta de vuelta a casa. 
Carmen nos despide con cariño y continúa su labor rajando aceitunas y lanzándolas al 
cubo como hacía al principio de llegar.


 
Ana María nos acompaña por el camino, puesto que cruza de lleno por el centro de su 
parcela, y nos hace desviarnos unos pasos para enseñarnos su última “estancia hogareña”, el río. 
 

 
 Habían cavado al lateral del río una pequeña balsa, cuyo suelo y paredes estaban 
recubiertas por losas de piedra y pizarra, todo ello rodeado de helechos y plantas acuáticas: en conclusión, todo un spa ecológico y natural en medio de la naturaleza, aunque 
ciertamente poco discreto. Para colmo de mi asombro, habían construido su propia
alcachofa de ducha agujereando un tazón. 



 
Se nos hacía de noche y teníamos unos kilómetros por delante, por lo que nos despedimos forzudamente de 
Carmen y Ana María, prometiendo volver y continuamos nuestro camino. Sin duda alguna, la vuelta se tornó 
reflexiva sobre los estilos de vida modernos y sus implicaciones sociales, 
como el aislamiento o el refuerzo del valor familiar.
 
Ellas forman parte de los resquicios de lo que algún día fuimos, y han sabido desenvolverse según sus 
instintos más naturales de forma asombrosa. Se valen por sí mismas y se ayudan y apoyan en la otra.
 Construyen su futuro de forma libre y espontánea, dueñas de su sino y contrarias a los modelos sociales 
modernos,viviendo el día a día y disfrutando de los placeres de la naturaleza.
 
 

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